miércoles, 9 de septiembre de 2009

Bicicletas rojas llegadas de Estocolmo.

Se llamaba Eire.
Su madre había vivido en Irlanda, en gaélico Eire, durante el auge del movimiento hippie y encontró adecuado el nombre.
Nunca conoció a su padre, pero yo siempre me imaginé a un americano negro, atractivo, alto, fuerte, porque ella, con su tez morena, su pelo negro y sus ojos color miel, no tenía nada que ver con su madre, pálida, rubia de ojos claros y baja de estatura.
La conocí en Inglaterra, en un campamento. Recuerdo que lo primero que me dijo fue: "Me encanta cómo saca las fotos mi nueva cámara. Mira".
Por aquel entonces yo tenía diecisiete años, y ella dieciseis.
A los dos meses, acordamos irnos juntas a hacer una vida nueva en Madrid en cuanto fuesemos mayores de edad, a estudiar, trabajar y ganarnos la vida. Y, sobre todo, a disfrutar de ella.
El primer año estuve en una residencia exquisita a la que me obligaron a ir mis padres.
Pero después llegó ella.
Hablamos de cómo decoraríamos nuestro piso.
- Tiene que ser refrescante, pero a la vez lleno de fotografías.
- Muchos discos de música para diferentes momentos del día.
- ¡Una bicicleta en la puerta!
- ¡Roja! ¡Y con cesta!
Eire sonrió de una forma tan enigmática, que tuve que preguntarle qué pasaba.
- ¿Recuerdas aquel viaje que hice a Estocolmo? -me preguntó.
- Claro.
- Sabía que te iba a gustar una bicicleta así, ¿sabes? Así que la compré y la envié. Mañana por la mañana iremos a la oficina de correos a recogerla.

Y es que Eire tenía el don de conocer a la gente a la perfección sólo con un par de conversaciones.
Y, además, conocía perfectamente esa niña que guardaba en mi interior, y conseguía que viese la luz cuando ella estaba conmigo.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Ella.

No quería estar allí.
Todo le parecía aburrido, horriblemente silencioso, pequeño, demasiado tranquilo.
Necesitaba una aventura de esas que hielan la sangre y cierran los pulmones.
De esas que de por medio tienen peligro y tiroteos.
De esas que tienen un suspense aterrador.
De esas que unen piezas para desentrañar un misterio asombroso.

Y es que Margarita quería dejar de escribir y vivir una de esas aventuras que vive la protagonista de sus libros.
Perdía las ganas de escribir al saber que la obligaban, que tenía que entregar sus obras en una fecha determinada, que tenía que ir a diferentes fiestas, encuentros o charlas plagadas de eruditos egocéntricos y orgullosos.
Esa no era la vida que ella había estado buscando.
Y pronto, aquello cambiaría.